Es fácil decir de pronto, que se olviden las ofensas y proponer un olvido colectivo. Sin embargo, no es tan fácil conseguirlo, porque es cosa del ánimo, y a veces el ánimo viene trabajado en la propia tradición en que uno ha crecido y madurado. Pero es necesario conseguirlo. Para eso hace falta un lento aprendizaje de la memoria y el corazón, de la conducta y el verbo, que implican una revisión ordenada de la historia con que uno se ha comprometido, sin querer o queriéndolo. Claro es que hay cosas que uno se resiste a olvidar, y que hay recuerdos que nos persiguen generación tras generación, heridas que atraviesan el tiempo y alcanzan siempre a los hombres. Pero precisamente, hay que ser todo un hombre para enfrentar al porvenir. Y llega un instante en que uno comprende que el porvenir debe ser claro para que lo compartan nuestros hijos. Asegurar esa claridad exige (muchas veces) rabiosos, dolorosos sacrificios del amor propio. A esa claridad no ayudan los rencores. A esa claridad se llega cuando nos penetra de improviso la lucidez y alcanzamos a adivinar, detrás de las sombras, el rayo iluminado que repite el nombre de quienes nos presintieron unidos e invencibles: nuestros antepasados.
No hay comentarios:
Publicar un comentario