Los muchachos que cursan su último año de secundaria suelen alentar dos preocupaciones desde el inicio del año escolar: qué van a ser más tarde y qué van a leer ahora. Respecto a esto último, no se trata ciertamente de libros escolares sino de esos que abren el horizonte o permiten que se nos revelen las preguntas interiores. A veces los muchachos se preocupan porque les formulemos listas y listas, pues creen que las “lecturas edificantes” deben tal vez someterse a determinada posología. Es bueno saber que no hay “lecturas edificantes” entendidas así: lo que edifica es la lectura misma. Lo que mueve es esa necesidad interior de ella. A esa edad basta saber que el libro sirve para plantearse dudas y preguntas y para echarse a buscar, por cuenta de uno mismo, las respuestas. Empezar a huir del fetichismo de los autores, del prurito de la erudición. Empezar a creer en sí mismo, en esa hora difícil y hermosa, es lo que pueden deparar los libros. Yo recuerdo que, en mi mocedad, me atraían las biografías en la misma medida en que ahora me atraen los epistolarios, que son casi una variante involuntaria de la autobiografía. “Pero, de veras, doctor, lo que yo necesitaría es que usted, con su experiencia de maestro, me hiciera la lista de los libros que necesito leer para ser un hombre culto”. No, no es una conversación inventada. Es de todos los días. Y la respuesta siempre es la misma: lea usted, muchacho, lea sin preocuparse de esa lista mágica, que no existe.
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