“Bigornia del herrador es este corazón mío”. Lo canté muchas veces de muchacho, impostando la voz y haciendo alardes de barítono. Me llevaba la mano al pecho con insistencia para acentuar eso de “bigornia”, cuyo significado vine a conocer diez años después, de tanto golpe de contrición, ya en plan de estudiante de filología. Alternaba en la casa esas canciones con el buen recuerdo de Sagi Barba, a cuya voz había encomendado la eficacia tantos buenos momentos de zarzuela. Claro es que cada vez que nombro la palabra “zarzuela”, advierto la cara de extrañeza de los contemporáneos de los beattles, cuya música ahora he aprendido a saborear. Estuve muchas veces tentado de escribir “vigornia”, porque esa ortografía me parecía asegurarle asomos de palabra erudita. Hasta que al enterarme, por su etimología, que aludía a la forma de dos cuernos que tiene el instrumento en que adoba el hierro el herrador, comprendí la necesidad de escribirla como está escrita más arriba. El corazón, bigornia del herrador. Hecho para que martillen en él, para que duros golpes lo endurezcan y forjen corazón de hombre rudo. Corazón firme. “Centro, principio y fin de todo movimiento”. Cuando hace sentir su dolor, estamos al borde de la ausencia. Bigornia del hombre, el corazón humano. Ahora más que nunca. Quieren abatirlo la mentira y la trampa, y no pueden alcanzar su ritmo vital, que los sobrepasa. Quieren cercarlo la angustia y el fuego circundantes, y no alcanzan a debilitar su empuje. Bigornia del hombre, herrador, forjador de acerada vida.
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