“¿Pero cómo quiere usted hacernos comulgar con rueda de molinos? ¡Cisneros, por favor! ¿A quién se le ocurre no tener línea periodística? ¿Quiere usted olvidarse de quién es hijo? (Y nadie deja de mentar este tema, que resulta predilecto de todo amante del Registro Civil. Me lo nombran siempre). Ah, si su padre viviera (pero mi padre no vive para escuchar tamaños desatinos). No, Cisneros, no. No le perdonamos a usted que acoja a verdes y rojos, a grises y blancos, cuando en verdad sólo deben tener cabida los amarillos, que es color del sol cuando encandila la vista y no deja ver la realidad. El padre de usted (hablan del mío y callan al de ellos) habría actuado de ese modo”. Y claro que es inútil que yo alegue que el amarillo es a la vez color de ictericia, síntoma poco saludable, porque también comprendo que cada cual tiene derecho a respirar por donde le plazca. Me echo a andar, mientras tanto, en espera del invierno, acostumbrado ya a que incurra en el común desacierto de iniciarse sin aviso de lluvia ni temblor, inesperadamente. Lo espero con fe, porque en este otoño desganado, ha sido (hasta ahora) una dura prueba enfrentar intemperancias de las gentes, todas deseosas de servir, todas entusiasmadas con la posibilidad de que lo que hagamos en el periódico satisfaga únicamente su perspectiva individual. Pero ocurre que nosotros hablamos, al empezar, del pluralismo. Y en eso estamos, se trata de que conjuguemos acá todas las sangres. Para conseguirlo necesitamos aprender a andar con los demás, porque el camino que nos espera es común. Y largo.
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