Y dale con los muchachos. Decía que debemos aprender a dialogar con ellos. No se trata de un diálogo en que nos empeñemos a hacernos oír, sino en que aprendamos las necesarias virtudes del oyente, que atiende el mensaje de su interlocutor y aprende, así, a conocerlo en toda su realidad. Es un diálogo en que en tanto que el muchacho debe ser toda voz, nosotros estemos resueltos a ser todos oídos, alertas, para ver por dentro a este interlocutor, con cuya esperanza y con cuya voluntad debemos trabajar, porque es en él donde se ha de concretar la nueva imagen de la sociedad por nosotros soñada. Ese muchacho tiene, por gracia de su edad y por imperativo de muchas circunstancias sociales y económicas, ideas radicalmente distintas a las nuestras sobre muchos asuntos, a veces sobre aquellos con los que más encariñados estamos. Vive en crisis, en duda y en protesta. Es decir (entendámoslo bien), vive afirmándose. Está lleno de esperanza. Es soldado de la justicia y de la libertad: no las vocea, las vive y las defiende. Somos potencialmente su mayor obstáculo, en tanto que él es (y lo sabemos bien) nuestro único aliado. No es partidario de la adulación, ni está dispuesto a enrolarse en el carro de los eventuales vencedores. Está hecho para asumir el riesgo hermoso de la verdad cruda. Desconocer esto es no pisar la tierra concreta que habitamos. Acallarlo es negarse a mirar de frente el futuro.
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