Parece que la gente lee el periódico. Y que lo lee con lupa. “¿Pero no dicen que es usted profesor, académico, y que la Real de Madrid le consulta a usted cada vez que van a publicar un diccionario? ¿Y por qué publica usted tantas faltas de ortografía? ¿No tiene gente graduada en “corrección” de pruebas? ¿O son suyas las faltas, Cisneros? No se sonroje, porque al fin y al cabo nadie puede tirar la primera piedra”. Y a veces pienso que puede que yo sea lo que dicen que soy, pero cuando también me lo dice ese embajador amigo que lee este periódico, y se desayuna con la columna, tiemblo. “¿El embajador también se lo ha dicho? ¡Grave, muy grave! Cuando los de afuera nos ven los defectos, amigo mío, grave de toda gravedad”. Y yo porfío, y digo y redigo que las cosas son como son, que yo veo y leo, que corrijo, que el corrige, que el otro también corrige, que en realidad corregimos todos los que somos y todos los que estamos. Grito que somos tercamente ortógrafos, pero que cuando la máquina o el dedo o el diablo, pero alguien ciertamente, sigue siendo incorregible, pasan estas cosas, y me leo a mí mismo con ortografía medieval, y a veces sin sabor latino. Y me sonrío: Recuerdo que en mi infancia un humorista de la oposición se entretenía en redactar la biografía auténtica del gobernante, con todo respeto, con todo escrúpulo, sin falla alguna de la memoria y de la verdad, pero con un cáncer ortográfico que daba miedo. Miedo y risa. Con lo que mi amigo conseguía su objetivo. ¿Será que todos hemos leído, de repente, algún manual equivocado? Espero que esta columna finalice sin erratas. “¡Pero, Cisneros, toda excepción confirma la regla!”.
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