No haga preguntas al muchacho, amigo mío. Hágaselas a usted mismo. Ya sé, es claro, usted tiene la razón, pero ocurre que el diálogo supone facultad de ambos extremos para decir las cosas. No, amigo mío, no: no consiste en dar consejos ni en impedir que nos digan las cosas que no queremos. Sí, claro, usted es el padre, no lo niego. Pero hablábamos del diálogo. Sí, a ratos hablará él. Sí, pero es que a ratos usted tiene que escuchar. Pero es que escuchar no significa interrumpirlo ni rectificarlo. Sólo quiere decir “dejarlo hablar”. No, mi amigo, el tema no puede venir impuesto. El tema lo pone él porque (a lo mejor usted lo ha olvidado) el tema suele ser él. Por cierto, amigo mío, por cierto: él es muchas dimensiones a la vez. Es uno por dentro, y ocurre que así resulta distinto de cómo usted lo veía por fuera. Claro que sí, amigo, claro que sí: todos los días son distintos para él, a pesar que usted sabe que él es el mismo por fuera. No, ya no es el de antes. No, lo de los rulitos fue una decisión de la tía abuela, pero esa melena de ahora es decisión propia de él. ¿Y qué tiene que ver él con su otro hermano? ¿No me dice usted que tiene dos hijos? ¿Y por qué quiere que sean iguales? ¡Ni los mellizos! Claro que usted lo sabía, lo sé. ¡Es que tenemos que encontrar el tiempo, es que ese tiempo no será perdido, es que se trata del único tiempo por cuyo mal empleo nos arrepentiremos toda la vida! No le pregunte eso. No le aconseje eso. No haga nada de ello cuando él quiera conversar. Escúchelo. Sea usted todo oídos. Y descubrirá algo hermoso: advertirá que él es todo corazón. Y se reencontrará usted con su mocedad. Y comprenderá por qué la vida es hermosa.
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