Cuando Raúl Porras se arrellanaba en el sillón gigante, perdido entre los libros de su casa miraflorina, seguido de cerca por los ojos celestes de su madre, sabíamos todos que habría viva lección de historia en la estancia. Lección de historia que era siempre ejemplar; ahí estaban no solamente los nombres asegurados en los libros, que Raúl había leído con fervor, sino los nombres contemporáneos recreados en la anécdota. Tenía Raúl Porras el don de la evocación, y de ello hay testimonio en sus medulares trabajos eruditos. Pero tenía, en la amena conversación de todos los días, alquitarado tesoro que cada día se pierde más entre nosotros, la magia de la sonrisa y la picardía, la entonación apropiada para el elogio y el anatema, la cólera necesaria que se le subía a las mejillas hasta encenderlas cada vez que se trataba de cosas que tocaran a los límites del Perú. Aprendí a admirarlo y quererlo entre las tazas de té o de chocolate que a veces preparaba la señora Juanita, o en las repetidas tertulias del Pan-pan miraflorino, entre alumnos que han cambiado la tez fresca de entonces por el rostro severo de los embajadores de hoy. Cultivé su amistad, de que fui beneficiario siempre. En torno de él y de su mesa de trabajo tejí valiosas amistades. Siento que su voz nos ha de acompañar muchos años, y que su prosa reclama todavía un estudio científico en el Perú.
Esta columna fue publicada el 27 de setiembre de 1976, recordando un aniversario más del fallecimiento del insigne historiador y diplomático peruano (1897 - 1960).
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