Hace buen tiempo que los cosmonautas rusos viven en el cosmos. Y ahora nos cuenta el cable que sufren algún trastorno. La calificación es novedosa: hambre de sentidos. Con todo el mundo a sus pies, y los visita el hambre. Ya nada tiene sentido. Negación del tacto, y ganas de recobrarlo. Nulidad del oído, o sea certeza de que la voz puede no alcanzarnos. Ceguera total para advertir el cosmos, las estrellas superando la oscuridad. Olor ausente. Sabor a nada. Los cables transmiten la noticia, y tal vez la gente se preocupa. Pero la confianza debe visitarnos. Hay un buen síntoma. Los cosmonautas -¡hombres, al fin!- conservan todavía la sensación interior de estas carencias, presienten la futura negación, son aún testigos de lo que pierden y lo que tuvieron, y son además conscientes de que la ciencia del hombre podrá ayudarlos a recuperar. Cuánto debemos a estas experiencias cósmicas, cuánto nos sirven para reconciliarnos con la inteligencia humana, con la callada labor de investigadores de uno y otro continente, con el silencioso y constante trajín de los científicos, con la efectiva labor de los laboratorios y las cátedras universitarias. Hambre de sentidos, diagnóstico prometedor. La vida tiene sus claroscuros. Nos arriesgamos al espacio para hurgar en la vida próxima, y nos perdemos acá en la tierra entre quimeras que nos desarticulan y nos desunen. Desde fuera del mundo, construimos el mundo. Y acá dentro de él, en su mera entraña, somos lobos los unos para los otros. ¿Los científicos podrán salvar lo que los políticos y los diplomáticos no han conseguido hasta ahora? ¿Podrán salvar la fe en el hombre?
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