No es verdad que el domingo es día de la madre. Cada vez que abrimos los ojos al sol, es su día. Cada vez que reímos o lloramos, está ahí en el corazón calentándonos la vida con su presencia o su recuerdo. Cuando triunfamos en la vida, ahí está agazapadita entre nuestros recuerdos llevándonos al colegio de la mano, pasando miserias, buscando el modo de que seamos útiles más tarde, yendo y viniendo, de trajín en trajín, ahora para matricularnos en francés, ahora para que iniciemos el aprendizaje del violín, ahora trepando con nosotros hasta la cazuela para oír la buena comedia o asistir al indispensable concierto, y sobre todo para no perdernos la zarzuela, que después ensayaremos todos juntos en la casa. Cada vez que la vida nos sobrecoge con sorpresas desagradables, viene el recuerdo de su palabra compañera. ¿Cómo va a ser solamente el domingo próximo su día, si no hay modo de que el recuerdo la relegue, y si su influjo está repitiéndose en la tarea nuestra de llevar a nuestros muchachos al colegio y matricularlos en su escuela de música, y buscar la buena ocasión de los idiomas extranjeros, y frecuentar el ballet y la natación, y asegurarnos el sitio en los conciertos, y acostumbrarlos al buen teatro? No perdamos el tiempo con definiciones sobre el amor materno. De una cosa estamos ciertos en la vida: las madres no se mueren nunca. Son una luminosa duración. Nos circulan en la propia sangre. Y ahora que están ancianas, su circulación es vehemente, como para que no dudemos que ahí están.
¡Benditas sean!
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