domingo, 30 de enero de 2011

Columna 2: Francia en mi corazón


Decir Francia en mi niñez era reconocer los rostros de Pasteur y Napoleón en viejas historias y grabados. Fue descubrir más tarde que en la casa se frecuentaba la lectura de Anatole y de Renan. La adolescencia me deparó más tarde el sabio nombre de Poincaré, cuya barba blanca destacaba con su tonguito negro en todos los periódicos. Pero quien encarnaba con vigor el nombre de ese pueblo era, para mí, el viejo tigre Clemenceau, Vercingetorix de la edad moderna; viejo lobo marino, cuyo verbo aprendí a admirar reventándole en el espléndido mostacho. Y Francia es en mi adolescencia la ternura inquietante de Gide, la prosa coruscante de Maurras, y sobre todo el descubrimiento de Mallarmé y de Valéry, ese espíritu geométrico y exacto que fue, sin duda alguna, mi mejor pasión adolescente. Y Francia se recrea en los nombres de Barrault y de Jouvet, y se ilumina cuando evoco la escurridiza figura de Madeleine Ozeray. Y en los límites de adolescencia y juventud juntan sus nombres Lenormand y Malraux. Y Francia es, entonces, Proust, siempre del costado de Swann, pero siempre del lado de quienes vivíamos buscándonos en el tiempo. Eso y mucho más es Francia en mi corazón. Aún me repito hoy la encorajinada fe con que mi mocedad sufrió, paso a paso, en la noche larga, el curso de las botas extranjeras, en espera del día iluminado en que el mundo recobró París, con el sudor de los maquis.

No hay comentarios:

Publicar un comentario