Usted lo ha leído, sin duda. Los otros jinetes faltaron a la competencia. No quedaba más remedio que cumplir en soledad con el compromiso, y la victoria estaba cantada. Se dio el grito de “largaron”. Y largó. Todos los apostadores no necesitaban ni gritar siquiera, pues el murmullo del viento lo habría de llevar a buen puerto. Y así fue. O así pareció serlo. El jinete, sin embargo, quiso ser espectador del propio espectáculo que ofrecía, y buscó contagiar con su furor al jamelgo. Fuetazo va, fuetazo viene; era necesario batir record de distancia, record de tiempo, record de permanencia, record de expectativa. Las tribunas, sin embargo, no ponían mucho énfasis en la grita, porque a la vista estaban meta y ganador. Y de pronto (Oh suceso, que de narrar no es dable), tribunas suspendidas, asombro general, ojos estupefactos. El jamelgo se detiene. La meta está ahí, a un paso. No más fuetes. No más ilusión. Descanso, fatiga, remilgo, mojigatería; no se sabe qué, pero lo cierto es que el caballo dio con el jinete al suelo y se dio el gusto de no llegar a la meta. Competidor único, candidato único. Las graderías vociferaron, protestaron los ujieres, incendióse el ánimo. Pero el caballo estaba ahí, como si no fuese con él la cosa. Carrera perdida. ¿Quiere sacar conclusiones el lector? A la vista están. Multitud de refranes lo explicarían, como los eruditos a la violeta. Pero a la vista está. Si el esfuerzo no es medido, no hay victoria. La victoria se va trabajando lentamente, con esperanza con fe, sin apresuramientos, a ciencia y paciencia de la grita de los de afuera. El que está empeñado en una carrera, en la carrera está. Y debe hacer su camino con juicio. Los alardes no son la marcha. Las correrías no son el camino. El jinete no corre la carrera de los demás, sino la del propio caballo que gobierna. Medite en esto, amigo lector. Pero con pausa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario