Cada vez que corren rumores de agitación en los claustros, pienso en los muchachos. Un muchacho no sólo es un estudiante probable, o un futuro soldado, o un seguro ciudadano del mañana, o tal vez un apresurado y fogoso militante de agrupaciones de izquierda, o un hijo de hogar con alguna frecuencia perturbado. Es todo eso y algo más: es una experiencia vital, hecho de temor e ilusión, de frustraciones y esperanzas, de anhelos indiscriminados, de impaciencia contenida. Este muchacho debe preocupar al estado, porque constituye el germen de los caminos por los que ha de transmitirse la política, la ciencia, la cultura, el progreso, al porvenir. Cuando descubrimos, del otro lado de la frontera, cuántos muchachos han abandonado el hogar, cuántos han suspendido los estudios, cuántos pueblan las clínicas siquiátricas, cuántos se refugian en los meandros de la filosofía oriental, advertimos la verdadera dimensión de la juventud. No lo dicen las estadísticas, ni lo reflejan con exactitud los más audaces reportajes. Son muchos los muros que se estrechan en torno del adolescente: el hogar la comunidad, los profesores, la escuela, la Universidad, el Estado, la vida misma (coruscante y compleja). Con ese muchacho hay que aprender a dialogar. Ahora, no mañana.
Esta columna se publicó en agosto 1976, refiriéndose al ingreso a la Universidad Nacional de Ingeniería (UNI) por parte de la policía, dado que los alumnos habían tomado la universidad como parte de su protesta.
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