Mes de setiembre suele ser mes de confrontaciones escolares. Unos preparan abiertamente su fiesta de promoción. Otros buscan convertir el término de la vida escolar en un buen pretexto para el viaje de promoción. Otros, los melancólicos, se encierran en sí mismos para suplir con ternura el inminente desafío. Los unos y los otros buscan mostrarse como son, sin saber que en verdad lo que hacen es pugnar por descubrir su propio perfil entre tanta maraña. La escuela ayuda mediante charlas. Allá vamos los profesores a hablar sobre la Universidad, sobre nuestra profesión. No siempre vamos a escuchar. Se cree que la experiencia nuestra es lo que importa. Se suele ignorar que la inquietud de los muchachos importa más. Y es que, en verdad, nada revelador tengo que decir en materia de profesiones a estos muchachos que alcanzarán el otro siglo en menos de lo que canta un gallo, y que saldrán de la Universidad a menos de veinte años de la fecha crucial. ¿No será mejor reflexionar con ellos en voz alta sobre actitudes frente a la vida y frente a la cultura y frente a la ciencia? ¿No nos iluminará, de pronto, ese diálogo, como para descubrir en nosotros la verdadera clase de ayuda que podemos prestar? A veces nos equivocamos, porque la vanidad nos acompaña tristemente muchas veces; solemos pensar que nuestra experiencia interesa por ejemplarizadora. Es verdad pero en el otro sentido. Vayamos a conversar con ellos. No para que repitan nuestro modelo, sino para que lo rectifiquen y lo perfeccionen. Conviene que los muchachos descubran que su porvenir no se hace sin esas inquietudes suyas. Con ellos debemos intercambiar ideas sobre esas inquietudes. En el contraste de nuestras perspectivas descubriremos cómo puede aparecer la luz. Si lo conseguimos, la paz de la conciencia está ganada.
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