¿Qué quiere que hagamos con tanto periódico? Botarlos. Lo dicen muy sueltos de huesos. Y de paso, arguyen razones. ¿Qué le ocurre al señor, que ya no encuentra nada provechoso en las páginas de su matutino preferido? Pues que todo se lo ha dicho la radio la noche anterior: nada agrega el periódico. Si hubo incendio a mediodía, en la tarde la radio aventó la noticia, en la noche la televisión pasó la película. ¿Qué de nuevo tiene que esta mañana el periódico lo repita, sin lujo de detalles, con tipografía obsoleta, letra cefalálgica? Pues no le falta razón a la gente. Si todo lo sabemos antes de acostarnos, en verdad no se justifica que abramos el periódico por la mañana para confirmar lo que oído y vista no nos traicionaron: sí, efectivamente, acá está el terremoto pekinés, el choque famoso, la carrera de caballos, la nueva marca de las Olimpíadas, la inauguración en Huancayo, la protesta en Irlanda. ¿Y entonces, para qué el periódico? ¿Para quién no tiene radio en la casa? ¿Para el que es enemigo de la televisión? ¿Para el que tiene que ver cómo emplea su tiempo en la oficina, en vez de realizar la tarea para la que pagamos todos los contribuyentes? O es que el periódico, tal vez, no da lo que debiera dar. Porque ciertamente un periódico en este momento del siglo no puede ser lo que era en 1921. Ahora no. Hay progreso. Progreso en la imprenta, en la diagramación, en la noticia. Ahora es más claro (que antes) que la noticia repercute, influye. Está apto para el análisis, para la discusión. La noticia alude a hechos. Los hechos son susceptibles de opinión. Cada día es más cierto: un periódico que no opina ya no vale la pena de ser editado. El periódico debe tener ideas, y decirlas. Sin miedo.
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