Cuando la niña de siete años me preguntó por qué no se festejaba el día del hijo, comprendí en qué medida se había industrializado la vanidad de los adultos, y cómo se había comercializado el sentimiento. En verdad, tenemos día para el padre y para la madre; no tenemos el día del hijo. Los diarios lo dicen con frecuencia: el menor no ha regresado al hogar, el adolescente fugó después de recibir la libreta de calificaciones en el colegio, huyeron los muchachos porque se decían incomprendidos, o prometieron casarse apenas tropezaran con un alcalde comprensivo. Basta abrir el televisor para que el “servicio a la comunidad” nos aviente nombre y edad del ausente. No tenemos día para él. Claro es que la pregunta con que me esperaba la criatura no parecía tener la trascendencia que tiene. No hay un día del hijo. Y está bien que así sea, pues no vale manchar la imagen de una realidad tan hermosa como es un hijo. El día que no haya analfabetos en el mundo, será el día del hijo. El día que cese la persecución racial, el hijo comprenderá que ha llegado su día. Cuando el encono haya terminado con esta ignominiosa persecución de los hombres por sus ideas, será el día de todos los hijos del mundo. Cuando la justicia social triunfe, y el hijo descubra lo que vale la libertad, será su día. Y no importa que nosotros ya no estemos.
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