Para visitar el Museo de Frankfurt, usted tiene que atravesar el Ubermainbrücke. Del otro lado del Meno está. Pero no he de describir su recorrido, para no privar a nadie de esa obligación moral. Pero no puede afirmar usted que ha visitado a Frankfurt si no ha pasado unos minutos en la casa de Goethe. No importa que esté prevista esa visita en todos los itinerarios turísticos. No es como a turista que la casa lo espera. Es en virtud de nuestra condición humana que se impone la visita. Si no la registrara el Baedeker, habría que ir. Goethe estaría de todos modos esperando esa visita. A pocos pasos de la Opernplatz, cruza usted en diagonal la Kaiserstrasse, rodea luego la Goetheplatz y ya puede entonces divisar desde la esquina, arrinconado en su color lacre y arena, el barroco edificio de tres pisos. No hay gran congestión, y la vida sigue su curso frente a la casa. Pero entra usted, y ya sabe usted que es un hombre de este siglo. A un lado, la ordenada y reluciente cocina, y puede usted pensar en Fausto si lo quiere. Luego el jardín, y le concedo que evoque la hermosa pasión de Werther. Pero lo mejor es concentrarse y no refugiarse en impresiones ni metáforas. La madera de la biblioteca cruje al peso de nuestros pasos, pero el espíritu está ahí vigilante, intacto. La biblioteca luce tras una reja minuciosa sus valientes tomos de pergamino. Alcanzo a ver el título de uno que siempre me intrigó en la biblioteca del Lunarejo: le veo ahora la fachada y me acosa la inquietud por saber su contenido. No es fácil descubrir, por la luz penumbrosa, otros títulos de la colección. La sala de música. El dormitorio. Sobriedad. Silencio. Pero, en el fondo, un mundo recogido que sigue iluminando nuestra devoción por la cultura.
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