Cuando yo era muchachito y oía hablar de los monosabios, creía a pie juntillas que eran efectivamente unos seres misteriosos y sabihondos, mitad simios y mitad eruditos. Apenas fui creciendo aprendí a reconocerles la primera mitad y presentí que les sobraba la segunda. Ya muchachote, los identificaba fácilmente en el coso de Acho. Siempre estaban, eso sí, metidos en asuntos arenosos. Arrastraban al toro, ayudaban al picador. Algunos –de puro audaces- se aventaban a hacer cosas que no les correspondía y tasajeaban al animal para brindarle al torero oreja y rabo, alardeando de alguaciles. Me extrañó siempre no haber leído nada sobre ellos en Palma ni en Terralla. Nada tampoco en los libros de culinaria. Nada en El Tunante. Ni un dibujo en los libros de Doré. Nada tampoco en Einstein, al fin y al cabo especialista en relatividad. Nada en los viajeros republicanos. Nada, nada. Total, que terminé por creer que no existían. Claro es que llegó Octubre: Mes del Señor de los Milagros, de las ferias taurinas, de los turrones. Y ya estamos a mediados de Noviembre, y ahí los veo corriendo por el coso, otra vez arrastrando al toro, otra vez presurosos, con repetido temor de que se les acabe la función sin haberlos convertido en protagonistas del espectáculo. Claro que como las cosas andan de capa caída, en una de esas alcanza la crisis al toreo, y el día menos pensado nos encontramos con que han cambiado de profesión. ¡Con tal que no terminen de periodistas! ¡Con la de suertes que hay que aprender acá!
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