Diecinueve años. Saco azul, pantalón gris. Lo dijeron anteanoche por la televisión, en el “Servicio a la comunidad”. Aventaron la noticia de que un muchacho había huido de su hogar. No mostraron su foto, pero podremos reconocerlo en cualquier esquina. Tal vez, franca la sonrisa para encapsular en ella el disgusto interior. Perdidos los ojos en la noche, tal vez. Alguien impensadamente habrá aplicado adjetivos. No sé (mejor, no recuerdo) cómo se llamaba el muchacho. Retuve apenas el hecho y los pocos datos que inician la columna. Diecinueve años no son quince ni seis. A esa edad algunos muchachos manejan auto y han reemplazado ya la bicicleta. Otros comparten carro y “moto”, dos formas auténticas de la velocidad. ¡La velocidad, diosa atrayente pero estéril! Atrae. Y sin embargo, la vida se desliza con lentitud, en una descompensación que llega a agotarnos. Qué distintos son los otros, muchacho. Claro que lo sé. Y no es por el saco azul ni el pantalón gris que podré alcanzarte allá en cualquier calle, sino por eso que te vas diciendo a ti mismo, con esas palabras que nunca quisieron oírte (pero que conozco cómo suenan cuando las vamos articulando por dentro, a ratos con rabia, con melancolía a ratos, siempre con gana de que alguien nos las adivine). Muchos son los autos que cruzan, y no creas que todos los que manejan van contentos. Mucha gente que ríe en torno, y no creas que eso dice alegría auténtica. Mucha gente canta desde sus casas, y no te aflige el canto ni te perturba la dicha ajena. Pero detrás de ese canto hay también otros muchachos, infinitos muchachos (los de hoy, los de mañana) que no se han decidido a hacer lo que dice la televisión que has hecho. No te preguntaremos por qué; lo tuyo no es anecdótico, y a última hora ya no hay derecho a preguntar eso; tú lo sabes bien. Es cosa tuya. Pero en secreto te digo: no totalmente tuya. Es también nuestra, de muchos que son como tú, de muchos que hemos sido como tú, de muchos que algún día querrán ser como tú: francos, abiertos, sinceros, decididos. Porque es una rabiosa necesidad de ser auténtico y enfrentarse a la verdad, lo sé. Déjelo usted por el momento, amigo mío. Pero tenga usted fresca la voz, listos los brazos, iluminado el rostro, para cuando suene el teléfono.
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