Pienso hoy en este muchacho que guarda celosamente en secreto su vocación por la Arquitectura, ante el temor de hablar de ella en la casa, receloso de que la sola mención acentúe las distancias que vienen tipificando la comunicación familiar. Es lo de siempre, amigo lector. Familia sin conversación diaria y fecunda no suele ser buen escenario para abrir el corazón y confesar que a uno le agrada, por ejemplo, el arte y no la abogacía, o la música y no la medicina, o la pintura y no la agronomía. Cómo decir esto en un ambiente donde se apela siempre a la tradición, y donde en nombre de ella se esgrimen argumentos que quieren confundir el porvenir de los jóvenes con el éxito o el dinero. La tranquilidad del corazón y la tranquilidad de la conciencia se alcanzan con la felicidad, no con el éxito. Pero los muchachos se amilanan pronto, y no se esfuerzan. Hay que ingeniarse para la estrategia de la conversación, muchacho. Esa es la gran batalla. No es batalla contra enemigo alguno. En verdad es una batalla contra ti mismo, contra tus aprensiones y tus miedos. Él te espera ciertamente; sabe desde su penumbra porfiada que se trata de tu vida y no vacilará en ayudarte. Pero debes dejarlo que comprenda tus anhelos. Para eso basta con explicárselos. No es fácil. Hay que adiestrase en el tono explicativo, tan distinto de la altanera voz amenazante y de la petulancia. Cuando hables en sordina te escucharán mejor, porque el corazón estará alerta. Y una cosa, muchacho: no hables solamente de ti. Pregunta algo sobre su propia vida interior. También lo angustia y está necesitado de confidencia. Entonces descubrirás que en la conversación siempre hay dos interlocutores. Y se te iluminará el rostro, porque tu vocación habrá hallado su nombre verdadero.
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