Ya los reyes que hay en el mundo han aprendido a votar. No vienen en camellos sino que frecuentan el radar y el avión. Guardan incienso y mirra en seguros bancos suizos; y los que más se parecen a los tres antiguos reyes de Oriente tienen, allá en Oriente, ríos de petróleo a sus pies. No adoran ellos, sino que los adoran todos los adultos. La reyecía ha cambiado mucho desde la misteriosa noche que condujo al pesebre a aquellos tres reyes de nuestra infancia. Ahora los reinos manejan computadoras y suelen ser visitados por el soborno, que tienta a sesudos funcionarios de sentimientos lábiles. Los que aparecen ante el pesebre no son, pues, reyes de este mundo. Aquellos adoraron al Niño. Sus émulos contemporáneos discuten en la ONU y en la OPEP. No se llaman Gaspar, ni Melchor ni Baltazar. Tienen nombres más duros y menos musicales. No tienen nombres de paz. Muchos huelen a guerra. Pero todos los niños creen en estos reyes de fantasía y de juguete que enriquecen el pesebre. Y el pueblo siente en su alegría interior, ardiente, que bajan los Reyes para traernos paz y amor. Cerremos un instante los ojos a la realidad, y veamos cómo brilla en lo más negro de nuestra visión la estrella luminosa.
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