Usted ha oído hablar de los niños excepcionales. Y sin duda ha frecuentado usted las usuales interjecciones que para el asombro utilizamos. Pero no quiero convocarlo a la interjección. Quiero su comprensión, su asombro, su participación en la contienda. Es una lucha gigante, amigo mío. No diga usted mongolismo, porque apenas roza usted con el tema. Diga usted cosas más sencillas, pero asaz alarmantes para quien tiene un hijo en su casa. Y dígalas usted sin miedo, porque el miedo –como la vergüenza- es impropio de quienes deben asumir su responsabilidad ante el prójimo. Visite usted, por ejemplo, el Centro de Patología del Lenguaje, que es una dependencia del Hospital de Policía, allá en Pueblo Libre. Recorra usted sus dependencias, y no se amilane si advierte usted muchas carencias, pues contra todo eso hay que luchar también para aliviar la pena ajena. Contemple usted a los niños. Asista a algunas sesiones de rehabilitación. Advierta con cuánta fe, y cuánta dificultad, cumplen ahí médicos y psicólogos, foniatras y asistentes, una tarea ímproba, de todos los días. Es el niño que no comprende, el que no alcanza a leer, el que no articula, el sordomudo. Contemple usted la esperanza y la fe en los ojos de tanta mujer que comparte su maternidad con la congoja. Y pregúntese, con la mano en el corazón, qué hace usted por tanto porvenir truncado. No se desentienda pensando que el Gobierno debe, que el Gobierno puede, que el Gobierno es el llamado. Se lo digo a usted, amigo. Con usted es también la cosa. Pero ahora que advierto un brillo en su mirada, sé que me ha comprendido.
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