Cuando estas líneas aparezcan, yo estaré lejos de acá, en pleno invierno inglés. De niño, por gracia del ambiente en que me eduqué, aprendí que los ingleses eran los grandes explotadores del mundo, y frecuenté en mi mocedad primera anatemas y voces extrañas, ornadas por un prestado furor: cipayos eran, en mi lenguaje de entonces, todos los amigos y defensores de Inglaterra. Y en la hora de la guerra, lo eran ciertamente todos los partidarios de los aliados. Tal vez arrojé algún tomate, sacando fuerzas de flaqueza, a algún venerable retrato de la reina Victoria, a quien aseguro no haber conocido. Todavía no estaba perfilada la tesis de que los hombres podíamos dividirnos según las ideologías, pero un ligero hervor en las polémicas vaticinaba esta realidad. La guerra me cogió ya con anteojos y tabaco negro, en plena lectura de ese viejo genial de Bertrand Russell. Con la guerra aprendí muchas cosas. Sobre todo, aprendí a leer entre líneas, un día y otro día, la encorajinada fe de ese hombre extraordinario que fue Winston Churchill, y reconocí con avidez diaria cómo se levantaba la vieja Albión por entre los escombros y cómo –iluminada por el empecinamiento de Churchill- resurgía contra tanto vano empeño de abatirla. Inglaterra fue además para mí Los Siete Pilares de la Sabiduría y los Cuentos de Canterbury. Y fue Shelley y Byron. Y Chesterton, que fue mi preferido sobre Dickens. Pero debo decirlo todo: fue el pretexto para admirar y comprender al Mahatma Gandhi, a cuya singular figura confié muchas veces mis mejores anhelos.
Esta columna se publicó el 14 de febrero de 1977. Luis Jaime viajó de vacaciones el 11 de febrero con destino a Inglaterra y Rumania.
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