Supongo que ya se ha dado usted cuenta de cómo nos falta educación cívica. Lo advertimos en el momento menos pensado. No se trata de que no hayamos seguido todos los cursos de educación cívica en el colegio, sino de que en realidad los tales cursos no nos han servido para buena cosa. Apenas se descompone un semáforo (y esto no es un decir), lo comprobamos. Atolladero. Todos quieren ver cómo impiden la solución del obstáculo. Todos actúan como enemigos irreconciliables. Juegan a sorprenderse en torpe e ingenua competencia de “viveza” para algunos, pero que ciertamente es de irracionalidad en todos. Y no digo nada si a alguien se le ocurre hacer de árbitro y dirigir el tránsito con sensatez, en espera de la policía. Nadie le hará caso. Recogerá denuestos, palabras gruesas. Y puede hasta terminar con la papeleta apenas llegue la autoridad y atienda a quienes no vacilarán en señalar al comedido como el culpable. ¡Claro, nunca hubo clase de “eso” en la escuela! El mismo maestro, que a veces nos llevaba en auto, se pasaba graciosamente la luz roja para mostrarnos su “viveza”. Los compañeros con que formábamos patota se esmeraban, por gracia de la edad, en aplaudir toda infracción. Y ahí estamos todos ahora en el crucero, con el semáforo malogrado; copado de autos, impedido de bocinas, envuelto en humo cada vez más denso. El desvalido ciudadano paga así las consecuencias de una indelicadeza que comienza a ser general. ¿Solución? No está en los libros, amigo mío. Sólo reclama que hagamos funcionar esta calabaza que peinamos y perfumamos, y que está hecha para pensar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario