jueves, 17 de febrero de 2011

Columna 74: En Viernes Santo


¡Señor, tú sabes que somos díscolos y soberbios, orgullosos muchas veces de nuestro accidental saber, y que vivimos adulando a la tentación! Sabes, Señor, que cuidamos engañarnos mientras dura esta vida, sin tomar el peso a aquello de que el premio o el castigo nos espera realmente más allá. Sabes que nuestro cristianismo está hecho todavía de adherencias que fácilmente arrasará el huracán de tu cólera el día que decidas enfrentarnos a la verdad de nuestra propia miseria. Pero yo veo repetida tu imagen en mis hijos cada día. He aprendido a ver en ellos cómo premias hasta mis desaciertos, precisamente para curar mi soberbia, para doblegar la vanidad que a veces nos corroe; cómo en ellos perfeccionas habilidades y destrezas; cómo a través de ellos me devuelves un amor que no supe siempre brindarte con la requerida espontaneidad. Y por eso, a mis años, sé que es verdad tu serenidad y tu justicia, que son ciertos los rigores de tu pasión, que es tu misericordia infinita, sobre todo sé que están siempre rodeándote los ladrones y los déspotas, pero he aprendido en los jóvenes a descubrir que tú moras alegremente ahí donde hay sed de justicia y de amor, ahí donde el estudio y el trabajo conducen a la perfección humana, ahí donde la familia es un canto de bienaventuranza. Por eso, cuando digo que algo se nos muere hoy, Viernes Santo, en el corazón, no es una torpe metáfora. Es una torpe descripción de lo que ocurre en el alma. Pero somos débiles, Señor, y Tu Fuerza es la constante alegría de un hogar que perfecciona su amor en el deber constante.

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