Antes no solían confesar los muchachos falta de lectura. Leían con avidez. Leían ensayos filosóficos y políticos, frecuentaban la novela o el cuento, algunos incurrían también en lecturas de poesía. Ahora tropezamos de cuando en cuando con muchachos inquietos, evidentemente despiertos, con interés por la ciencias sociales indudablemente, con sana curiosidad política, que nos dicen (felizmente con pena) que no leen. Y no es que le echen la culpa a que no hay los libros que pudieran interesarles en las bibliotecas, ni al evidente precio prohibitivo que alcanzan en las librerías. No les provoca. El libro no es para ellos tentación. No les despierta apetito alguno. No pienso que pueda tener el maestro la culpa, ni voy a pensar en la escuela ni en la música ni en el socorrido refugio de las drogas. Pienso que ya no se lee en el hogar. Y si no se lee en el hogar, quiere decir que falta ahí algo que una a la gente y despierte el apetito por la vida interior. Recuerdo algunas promociones brillantes de alumnos universitarios, que me enseñaron a mí –que me jactaba de informado- nuevos horizontes de lectura. Hoy son colegas míos, maestros famosos algunos de ellos en universidades extranjeras. Jóvenes que no leen anuncian otro tipo de analfabetos para el futuro.
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