jueves, 17 de febrero de 2011

Columna 93: Meditando sobre los niños


Apenas advertí que la pelota se cruzaba en mi camino disminuí la marcha, en acto reflejo, sospechando que tras ella vendría la criatura. La imaginé rubia, alegre, entradita en carnes, retozona. Pero era este otro muchachito tristón y cabizbajo, de ojos hundidos, ropa de color desdibujado; su tosquedad permitía que le resaltara mejor una clara sonrisa. Dudó en atravesar, como si presintiese algún imprudente movimiento mío. Luego me miró y dejó asomar sus blancos dientes por toda cortesía, los ojitos brillosos por haber recuperado su balón. Pude detenerme o continuar. Pude tal vez meditar sobre los juegos infantiles, acordarme de cuando las viejas tías me aconsejaban no jugar en la calle por los peligros de tanto auto manejado por “inconscientes borrachitos”. Pero quedé suspenso, penetrado por su tierna mirada. Muchas noticias se leen diariamente sobre accidentes callejeros, y muchas de ellas son fruto de la imprudencia infantil. Esa imprudencia, sin embargo, de alguna manera proclama una salud de corazón contento. Ahí salen a disputarse la pelota, entre autos destartalados o montones de basura, ante la habitual indiferencia de los vecinos con las consabidas protestas de quienes prontamente olvidan que ayer no más jugaban en la acera. Y el juego ayuda a formarlos. Basta atravesar un parque donde estén jugando las criaturas para advertir qué fisonomía ha de tener el país de mañana, para adivinar los sentimientos de que darán más tarde testimonio, para auscultar qué pasa en sus hogares, para medir de algún modo vago si ronda la felicidad o la injusticia. Por eso cada vez que tropiezo con un niño de estos, me imagino su casa y entreveo una escena familiar. Están velando por él, trabajando para él, soñando con que él alcance la ansiada felicidad que la vida ahora les niega.

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