sábado, 23 de abril de 2011

Columna 104: La vocación de científico


Me pregunta este muchacho en qué consiste la vocación de científico. Y estuve tentado de contestar esa adefesiera definición con que solemos encarar siempre lo imposible. Uno no es científico por la definición que asegure el diccionario. No, muchacho, no. Cuando yo era estudiante en un liceo francés, las clases de Botánica las teníamos en el laboratorio, frente a un microscopio. Veinte microscopios nos acostumbraron a “ver” con ojos artificiales lo que no podían ver los naturales en esas plantas, sobre las que muchas definiciones nos sorprendían en el libro. El profesor era simpático, algo entrado en años, intensamente cano, y nos arrullaba con una voz que iba modulando sabiamente a medida que entraba en éxtasis. Era un célebre botánico, según oíamos comentar. No me acuerdo mucho de esa botánica, pero aprendí a manejar el microscopio y a descubrir que detrás de este mundo aparente se mueve esa extraordinaria realidad. Y cuando, más tarde, descubrí qué forma tenían los hematíes, y aprendí a reconocer monocitos, y leí las memorias de Ramón y Cajal, fui adquiriendo conciencia de que un científico no puede definirse fácilmente con una palabras que nos permiten “reconocerlo” como nos lo puede permitir una definición para diferenciar un conejo de un cenicero. Vocación por la verdad y cuidado amoroso por la curiosidad científica. Amor por el trabajo serio, por la lectura crítica, y sobre todo fe.

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