sábado, 23 de abril de 2011

Columna 105: Esa cosecha nos pertenece


A usted, amiga mía, que me escribe pensando que puedo ayudarla con sólo registrar en este recuadro su presencia en mi aire. A usted que me pregunta por qué no les hablo a los muchachos de las drogas. A usted le digo, en secreto. Porque si les hablo del amor y la esperanza, estoy combatiendo lo que usted quiere, luchando por eso. Y usted puede ayudarme si por su lado se esfuerza en perfeccionar la conversación en la familia. En impedir la soledad. En evitar la angustia. ¿Se da cuenta usted, amiga mía, que hay muchas maneras de acompañar a la gente? Hay quienes nos atosigan con su charla, deseosos de que advirtamos su presencia. Son los que más tratamos de evitar. Hay también los que nos acosan a preguntas y consejos, refiriéndonos su experiencia antigua. También molestan cuando uno tiene esa edad. Hay otros que, como la sangre, aparecen sólo cuando la herida los convoca. Pero están ahí, observando, sonriendo, listos para responder a la pregunta o prontos para realizar sin alardes la tarea. Actúan en silencio. Son los que comprenden. ¿No quiere usted, amiga mía, ser uno de ellos? Hacen falta muchos de estos en la interminable legión que debemos incrementar los adultos. Porque basta con sólo eso: estar ahí acompañando, interesados en lo que creemos que nos puede interesar por nuevo, por extravagante. Nos interesa por nuestro. Hemos sembrado eso. Esa cosecha nos pertenece. Las langostas, los vientos malsanos, usted sabe, rondan.

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