Y sigo con los exámenes. Muchos estudiantes, herederos del encandilamiento escolar, suelen desconfiar de sus propias opiniones. Cuando las tienen, se sienten sobrecogidos por el temor y se rinden ante el prestigio de las “autoridades”: lo que está dicho en los libros no tiene réplica para ellos. Por eso se desconciertan cuando los temas que les proponemos para examen se concretan a pedirles opinión. Deben irse acostumbrando a someter todo a crítica. Cuando en un examen solicitan nuestra opinión, no es para oírnos decir afirmaciones ingenuas como aquellas de que “no tenemos experiencia y nos remitimos a los sabios maestros”. Pamplinas. Cuando nos piden opinión, hay que dar opinión: la nuestra, no la ajena. Así es como se aprende. El mundo y la ciencia avanzan a fuerza de rectificar a los grandes maestros. Nuestra discrepancia podrá ser el primer día una ingenuidad, por decir lo menos. Pero llegará algún día a ser una verdadera contribución. Las discrepancias son útiles: sólo tienen que estar técnicamente formuladas, ser científicamente válidas. Y eso se consigue estudiando y estudiando: y para eso no hay sino que leer y leer. Nadie que no tenga una opinión propia sobre los asuntos relativos de su profesión, podrá hacer algo valedero. Nadie que no haya estudiado con seriedad podrá decir algo valedero, nadie que no trabaje científicamente, con rigor, sin apresuramientos, sin apasionamiento, pero con pasión, tiene derecho a discrepar de un hombre de ciencia. Pero los muchachos se preparan para serlo.
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