domingo, 24 de abril de 2011

Columna 112: Los árboles y las plantas


Siempre que atravieso parques o visito algún jardín botánico, me invade una extraña nostalgia. En ese instante enumero algunas carencias mías. Mi contacto con la naturaleza se ve entonces privado de un elemento vivificador. Ignoro los nombres de árboles y plantas. Y no hablo, claro está, del evidente alcornoque ni del valiente pino, ni menos de la margarita o la buganvilia, porque los nombres de flores nos son más frecuentes. Pienso en mis días de escolar, y en aquel extraordinario y enigmático profesor de Botánica en el Lycee Francais de Montevideo, que ingresaba en el aula donde los bachilleres aguardábamos, microscopio al frente, la clase semanal. Con minucioso cariño desdoblaba enormes pañuelos blancos, de los que iban surgiendo, como de una caja mágica, hojas extrañas con nombres latinos. A través de la lupa exacta descubríamos las nervaduras, los secretos, y anotábamos caligráficamente su nombre. Luego las reconocíamos en el invernadero. Pero al cruzar las plazas volvía a invadirme la pena. A la larga he venido a sentir esa ausencia, desde un punto de vista profesional. Y me imagino que así como en las escuelas debe enseñarse a los niños a jugar ajedrez y a jugar monopolio, debe también preocuparse que las excursiones campestres sirvan para reconocer el mundo de la flora. Siento que un extenso rubor me invade cuando un extranjero me pregunta por el nombre de muchas plantas nuestras. Y no le puedo echar la culpa de mi ignorancia ni al capitalismo ni al comunismo.

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