Sin duda muchas veces ha pasado usted por la Plazuela de Santo Domingo cuando está por caer la tarde. Y por supuesto, se ha sentido atraído al advertir, por entre el follaje de hermosos árboles, cómo transitaba un gorjeo singular. Hora de evocaciones, la Plazuela resultaba a esas horas buen refugio para el ánimo cansado. Recuerdo inolvidable. Y lo digo así, con intención pretérita, porque si usted ha pasado en estos últimos días por el mismo sitio, habrá advertido que el concertado canto ya no tiene cómo cobijarse porque impías manos, tal vez municipales, han talado los árboles. Y así va Lima y así va el mundo. Cuando los poetas cantan a la tarde, siempre añoran árboles coposos y trino de pájaros; cuando uno lee eso, parece huachafería por el ripio de que suele venir acompañado. Pero cuando usted atraviesa la plaza y lo visita ese arrullo singular y los busca usted con la mirada y solamente los oye, y afina usted el oído y se siente intrigado, tiene usted que lamentar que el hacha o la sierra mecánica se hayan encarnizado así con la naturaleza. ¿Lo sabe, acaso, el Prior del Convento que vigila día y noche el alma de la Plaza? ¿Lo sabe, acaso, el alcalde? Pero lo vivimos todos los que tendremos que preguntar a dónde han ido ahora a cultivar su canto, las aves que ayer no más saludaban desde los árboles a Fray Martín de Porres.
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