domingo, 30 de enero de 2011

Columna 8: Las matemáticas


“¡Qué duras son esas matemáticas que ahora estudian los muchachos en el colegio! ¡Usted no se imagina, Cisneros! No sé por qué quieren hacérselas más difíciles que a nosotros. Con decirle que no puedo ayudar a resolver ningún trabajo a mis hijos, le digo todo”. A veces piden perdón por la conversación porque creen caer en la cuenta de mi especialidad, y presumen que en ella se vive feliz sin la reflexión matemática. Doble tontería, como el lector advertirá, porque implica además creer en mi especialidad. Recuerdo mucho cómo me impresionó, algunos años atrás, en una ciudad universitaria de Francia, la reunión de padres de familia del colegio de uno de mis hijos. Nos había convocado el Inspector Regional para explicarnos qué sentido tenía la enseñanza de las matemáticas. Instructiva reunión. Estábamos ahí profesores universitarios, coroneles, normalistas, empleados, deshollinadores, el carnicero del barrio, portuarios, y alternaban las toscas casacas de tela con tapados de visón de una que otra perdida marquesa de Francia. Los padres protestaban: no podían ayudar a sus muchachos. Además de haberles suprimido el latín, que a ellos les había costado tanto trabajo, ahora les daban esas matemáticas en que combinaban letras y números. ¿Y la regla de tres? ¿Y el máximo común divisor? ¿Y los números irracionales? ¿Qué era esta cosa absurda de los conjuntos? ¡Conjuntos, conjuntos! Ellos tenían la edad que mostraban y habían sido felices, y habían hecho la guerra con la matemática antigua. ¡Ah, no olvidaré fácilmente esa lección! El Inspector no era un funcionario cualquiera. Era un profesor de matemáticas. Y utilizando el mismo ejemplo recibido nos dio la lección que tanto necesitábamos, ahí advertí en qué consiste el interés de la comunidad por la educación. Ni una palabra sobre política bastarda. Aprendimos todos: el coronel, el talabartero, la marquesa y este profesor. Supimos que éramos elementos del conjunto de padres de familia.

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