Ha vuelto Papá Noel, con su árbol y su blanca barba de nieve. Llega de un presunto destierro. No lo habían marginado, sino que lo malinterpretaron mucho. Pasa como en la poesía romántica latinoamericana: nuestros poetas hablan del “florido mayo” por más que mayo sólo florece en Europa, de donde arrancaron los modelos de la estrofa. Pero no importa. Papá Noel está acá, y podrán los niños ir a hablarle en español sobre los juguetes que no tienen y quieren, sobre los regalos que no quisieran y les dan. Tal vez se multiplique en las calles y en las barbas, y tal vez no le haga competencia el Niño, a quien quiere evocar (según unos) o reemplazar (según otros). Su regreso anuncia solamente una cosa: los niños sólo reparan en que su presencia dice Navidad, regalos. No dice más, por más que se esfuercen en probarlo o negarlo todas las consignas. Lo mismo pasa en Europa: está estacionado en todas las esquinas, en todas las estaciones, y mira a todas las criaturas desde su alta, inmensa, mole humana. Pero a quien cantamos es al Niño y al Portal. Está bien, por eso, que Papá Noel siga sirviendo para la industria y la ilusión comercial. Y que el Niño sirva para tenerlo en la casa y quererlo con el corazón, a fin de que su imagen se repita en cada uno de nosotros y nos permita comprender a los humildes y a los tristes, a los fatigados y hambrientos, a los esforzados y trabajadores, a los poderosos y a los déspotas. Papá Noel es sinónimo de tarjetas de Navidad, con ideología o sin ella. Lo tenemos con nieve y con barba en la ciudad serrana y en la costa, y lo vemos perdido también en la selva. No inventemos más discordias, porque el buen viejo puede montar de pronto en su trineo y no regresar más.
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