El Amazonas, desde sus horas más antiguas, fue río vinculado con el mito. Lo surcaron valientes dioses que poblaron esa mitología. Lo surcaron también audaces navegantes. Lo ven transcurrir, ávido y undoso, los pueblos ribereños. Muchos han entregado a sus aguas anhelos y esperanzas. A otros los cogió entre ellas el vórtice de la vida. Río gigantesco, que se extiende de uno a otro océano en los mapas, no divide sino que junta a los pueblos que moran a la vera de sus aguas. Dos lenguas hermanas lo rodean y lo siguen a lo largo de su historia. Misioneros lo atravesaron en pos del sosiego y la verdad. Robustos brazos talan árboles gigantescos, mientras el río transcurre. Desde las altas copas de los árboles, el bosque se hace negrura total. Sólo los lugareños conocen los vericuetos que conducen por el bosque a los senderos. La Amazonía fue hasta hace poco un lujo riguroso de los mapas. Acaba de ser devuelta a los hombres, que ven en ella cómo avanza sus perfiles el futuro. La leyenda de ayer comienza a dejar entrever la realidad de mañana. Ya esa realidad se insinúa del otro lado del río. Ahora está en nuestro empeño dar a nuestra ribera la fisonomía del Perú que ha de venir. En ese marco previsor, la Amazonía es la zona de esperanza. El fervor patrio aprende desde ahora a nombrarla con empeño: barcos, escuelas, industrias, hospitales, trabajo. El río significará, así, el amor de todos los hombres, la esperanza de todos los días, la culminación de todos los sueños. Y seguirá extendiéndose de océano en océano, mitad Dios y mitad río. Como en las viejas leyendas griegas.
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