domingo, 24 de abril de 2011

Columna 146: José María Arguedas


Pienso en este día en todo lo que a José María Arguedas le debe mi comprensión de lo indígena. En la antigua peña de la plazuela San Agustín, José María fue organizando este callado amor por lo auténticamente nuestro. No era la reunión académica, sino la amable y descarnada conversación en torno del extraordinario material que iban acumulando muchas manos diligentes. José María era la viva expresión de ese mundo en sus rabias y en sus alegrías cotidianas. Yo ya había aprendido a quererlo y admirarlo en la vida antes de internarme en sus obras. Le gocé gesto y conversación, que era el modo mejor que él tenía de introducirnos en el conocimiento del pueblo quechua. El saber era en él don natural, y no un alarde fruto de la vida académica. Cuando bailaba, exultante, entre nosotros con alegría de niño, José María asumía la mejor expresión del maestro. Cuando lloraba de emoción, era un hermoso niño desvalido que contagiaba su rico mundo interior. El mundo indígena resultaba un vivo y real testimonio de nuestro pasado y de nuestro destino, que nada tenía que hacer con ese otro absurdo de las tarjetas postales y del turismo burocrático. Este 24 de junio quiero, por eso, reservarlo en el recuerdo para que pueda leer José María mi reconocimiento por tantas horas ejemplares que su amistad supo brindarme generosamente.

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